En un año marcado por la pandemia y las elecciones presidenciales, Peter Thiel optó por mantener un perfil bajo. No participó activamente en la campaña de reelección de Trump, pero se mantuvo como aliado estratégico en la sombra. Mientras el mundo se encerraba, sus empresas —como Palantir— se volvían esenciales para la infraestructura de datos y vigilancia sanitaria global, posicionándose como herramientas clave en la gestión del nuevo orden emergente. Mientras tanto, su pensamiento se reorientaba hacia el largo plazo: la disolución del orden liberal global ya no era una posibilidad remota, sino un proceso en marcha, irreversible. En ese tablero convulso, Trump representaba el síntoma. Thiel, la receta.
Con Trump fuera del poder, Thiel intensificó su presencia en el frente político, canalizando grandes donaciones y fondos personales para promover candidatos afines a su visión: soberanistas tecnológicos, críticos del consenso neoliberal, partidarios del desacoplamiento con China. Su narrativa se endureció: arremetió públicamente contra Google, contra la Reserva Federal, contra el progresismo hegemónico, y contra el aparato cultural que —según él— monopoliza la Costa Oeste. La relación con Trump permaneció como una alianza táctica, no ideológica: dos operadores desde los márgenes, aliados en una guerra común contra el sistema globalista-tecnócrata que alguna vez ayudaron a construir, y que ahora se proponían reemplazar.
En paralelo, Elon Musk irrumpía con fuerza en el escenario cripto, desplegando una narrativa mucho más caótica, performativa y mediática. En febrero de 2021, Tesla anunció la compra de $1.5 mil millones de dólares en Bitcoin, marcando uno de los hitos más emblemáticos de adopción institucional del activo. Días después, Musk declaró que Tesla aceptaría BTC como forma de pago por sus automóviles, elevando aún más el estatus simbólico de Bitcoin. Pero la decisión fue revertida semanas más tarde, alegando preocupaciones ambientales por el alto consumo energético de la red. El vaivén generó volatilidad global, dejando claro que Musk no solo invertía capital: movía narrativas, agitaba mercados, encarnaba la disrupción en estado puro. Entre abril y mayo de 2021, su influencia se redirigió hacia Dogecoin, una memecoin sin estructura financiera sólida, nacida como sátira, pero convertida en fenómeno especulativo por el puro peso de su comunidad digital. Musk, desde redes sociales y televisión, se autoproclamó “The Dogefather”, catalizando la euforia de millones y posicionando el token como un símbolo posmoderno del nuevo caos monetario.
En julio de 2021, Elon Musk participó en la conferencia “The ₿ Word” junto a Jack Dorsey y Cathie Wood, marcando un giro más introspectivo en su relación con el ecosistema cripto. Por primera vez en un entorno técnico y estratégico, reveló públicamente que poseía BTC, ETH y DOGE, alineando su narrativa personal con una postura más matizada y de largo plazo. Durante el evento, defendió el potencial transformador de las criptomonedas, reconociendo tanto los desafíos como las posibilidades. Ya no hablaba desde la ironía ni desde la especulación lúdica, sino como una figura que comprendía el valor estructural de las redes descentralizadas. Aunque seguía operando desde su estilo disruptivo, el mensaje era claro: Musk no solo jugaba con símbolos, también comenzaba a tomarlos en serio.
Elon Musk, entre 2022 y 2023, tras adquirir Twitter/X por $44 mil millones, comenzó a transformar la plataforma en un ecosistema pro-cripto, con la visión declarada de integrar pagos descentralizados directamente en la red social. Su apuesta no era solo tecnológica, sino también simbólica: convertir a Twitter en el equivalente financiero de una ciudad digital soberana. Pero, su enfoque revelaba más un cambio en el método de transacción que en la estructura económica de fondo. Musk impulsó la adopción de Dogecoin como sistema de pagos, intentando escalarla de memecoin a medio funcional de intercambio cotidiano. Pero, pese al gesto disruptivo, la propuesta no reconfiguraba los fundamentos: era, en esencia, una plataforma de pagos convencional con una estética lúdica y una narrativa viral.
Mientras Elon Musk apostaba por símbolos como Dogecoin y coqueteaba con la descentralización desde una visión más performativa que estructural, Peter Thiel avanzaba por una ruta radicalmente más silenciosa pero profunda. Musk galvanizaba la atención mediática, pero muchas veces sin comprender —o sin revelar— los fundamentos reales de un sistema financiero verdaderamente descentralizado. Thiel, en cambio, observaba con distancia crítica el espectáculo cripto y se desmarcaba tanto de las altcoins especulativas como del propio ecosistema Ethereum, al cual consideraba repleto de soluciones vacías disfrazadas de revolución. En una de sus intervenciones más punzantes, Thiel llegó a afirmar que muchas criptomonedas no eran más que “tecnologías disfrazadas de apuestas”. Para él, la disrupción no residía en los tokens ni en la viralidad de sus comunidades digitales, sino en la arquitectura que define cómo se emite el valor, cómo se asegura la soberanía y cómo se reconfigura la confianza a escala global. Musk jugaba con narrativas simbólicas para las masas; Thiel diseñaba estructuras para reemplazar imperios.
Durante esos años, Peter Thiel apoyó activamente iniciativas destinadas a construir ciudades-estado descentralizadas: laboratorios de soberanía digital diseñados para operar fuera del alcance de SWIFT, del BIS y de los bancos centrales tradicionales. Estos enclaves no eran utopías libertarias sin dirección, sino prototipos funcionales de un nuevo orden financiero y político, alimentados por tecnología, ideología y capital privado. La visión de Thiel ya no era la de un simple inversionista ni la de un estratega: se consolidaba como la de un arquitecto político-tecnológico "Tecnócrata", alguien que comprende el sistema financiero global como un cuerpo a desmembrar y reconfigurar, pieza por pieza, red por red. Por eso, comenzó a ser vinculado simbólicamente con los movimientos antiglobalistas tecnológicamente armados: no como enemigo de la tecnología, sino como su rediseñador silencioso, como quien actualiza el código fuente del poder.
También fue en 2022 cuando la alianza entre Peter Thiel y J.D. Vance se consolidó públicamente, marcando un punto de inflexión en la evolución política del proyecto thieliano. Thiel no solo ofreció un respaldo financiero contundente —aportando más de $15 millones de dólares a través de súper PACs—, sino que lo hizo como una consagración formal de su heredero ideológico. El vínculo se formalizó con un movimiento decisivo: Thiel financia la campaña de Vance al Senado por Ohio, mientras Donald Trump lo respalda públicamente, cerrando un triángulo estratégico que fusiona populismo trumpista y tecnocracia thieliana. El resultado no es un simple pacto electoral, sino el nacimiento de una nueva derecha: una alianza armada con narrativa, algoritmo y estrategia. J.D. Vance no es solo un candidato. Es el puente vivo entre dos arquitectos de lo inevitable. La legitimación popular de una visión que ya operaba desde las sombras, ahora reclamando espacio en la superficie del poder.
Thiel no solo impulsaba a un candidato. Con el ascenso de J.D. Vance al Senado, lo que hacía era incrustar su visión tecnocrática-populista dentro de las estructuras formales del poder legislativo estadounidense. Ya no se trataba de influencias periféricas o think tanks en la sombra: su modelo comenzaba a ocupar escaños. Con Vance en el Congreso, el proyecto de una nueva derecha tecno-soberana dejaba de ser una idea marginal para convertirse en una fuerza institucional en formación. Un discurso que hasta entonces operaba en los márgenes del capital y la crítica, ahora entraba al terreno de la legislación y la gobernanza. Fue, en el fondo, el primer paso formal hacia la politización del modelo de civilización que Thiel venía diseñando desde hace más de una década. Lo que antes era arquitectura ideológica, ahora tomaba forma como infraestructura política.
Peter Thiel se consolida como el programador ideológico de una alternativa civilizatoria, mientras Donald Trump prepara su regreso político. Ambos, desde lugares distintos del espectro, participan —de forma directa o indirecta— en redes que promueven una agenda común: rechazo a las CBDCs centralizadas, defensa de la soberanía financiera, e impulso de sistemas paralelos de gobernanza digital. Mientras Trump se lanza nuevamente a la contienda presidencial, Thiel intensifica su influencia desde las sombras, enfocándose en inteligencia artificial, soberanía tecnológica y acumulación de activos estratégicos como Bitcoin. Aunque no aparece en mítines ni debates, su dinero y su visión sostienen la retaguardia ideológica y financiera de una cruzada renovada contra el orden centralizado.
Mientras Trump preparaba su regreso político y Thiel consolidaba su influencia financiando a J.D. Vance, Ripple comenzaba a cosechar sus propias victorias —esta vez, en el frente legal y financiero. En 2023, un fallo clave marcó un punto de inflexión: una jueza federal dictaminó que las ventas de XRP en mercados secundarios no constituían valores, despejando años de incertidumbre regulatoria. La decisión no solo representó una victoria jurídica para Ripple, sino que abrió la puerta a una expansión institucional sin precedentes. Bancos, fondos y plataformas que habían mantenido distancia comenzaron a reconsiderar sus posiciones. XRP dejaba de ser un activo en disputa para posicionarse como un instrumento jurídicamente viable, programable y listo para operar dentro del nuevo orden financiero emergente.
En 2025, Peter Thiel rompió el silencio con una declaración filtrada que resonó como sentencia sobre el viejo sistema. En una entrevista privada —filtrada y replicada en círculos estratégicos—, Thiel afirmó con claridad quirúrgica:
“Bitcoin nos está diciendo que los bancos centrales están quebrados.”
Al mismo tiempo, entre 2024 y 2025, Elon Musk pasó de ser un influyente simbólico a un ejecutor estratégico. En 2024, lanzó xAI, su empresa de inteligencia artificial, presentándola como una alternativa a los monopolios cognitivos del presente, y como un intento por recuperar la soberanía mental ante los sistemas de predicción hegemónicos. Aunque evitó hacer declaraciones explícitas sobre criptomonedas, coqueteó con conceptos que resonaban profundamente en el ecosistema descentralizado: IA autónomas interactuando con smart contracts, agentes digitales negociando valor sin intervención humana, economías algorítmicas operando en tiempo real. Era el esbozo de una arquitectura donde las máquinas no solo ejecutan tareas, sino diseñan flujos de valor en una red descentralizada sin permisos.
Thiel no hablaba como un especulador. Hablaba como un estratega que había leído el código de la historia. Su lenguaje no era financiero, era tectónico. En esa misma filtración, se reveló que sus fondos de inversión habían acumulado grandes cantidades de BTC, no como apuesta oportunista, sino como reserva estructural ante el colapso inminente del sistema monetario de Estados Unidos. Thiel ya no posicionaba a Bitcoin como una simple disrupción tecnológica: lo enmarcaba como el pilar fundacional de un nuevo orden post-Bretton Woods, un orden sin bancos centrales, sin intermediarios sistémicos, sin hegemonías sustentadas en la impresión ilimitada de papel.
Thiel y Trump están unidos por una visión estratégica común: desmantelar el globalismo tecnocrático clásico —representado por la FED, el FMI y el BIS—. Aunque, difieren profundamente en los métodos. Thiel cree en la creación de nuevas élites algorítmicas, fundadas en capital intelectual, poder computacional y soberanía digital. Trump, en cambio, apela al “pueblo”, pero gobierna con tecnócratas duros como J.D. Vance y Brock Bessent, arquitectos operativos de su agenda post-establishment. Firman juntos, sí, pero sin fidelidad ideológica absoluta. Es una alianza por objetivos, no por doctrina.
Elon Musk, por su parte, ha tenido fricciones intermitentes con Trump, especialmente en torno a temas regulatorios, gestión de vacunas y control del discurso digital. Musk se mantiene ambivalente: apoya movimientos libertarios, critica el globalismo, pero no se alinea con el trumpismo político tradicional. Aun así, sus intereses coinciden —soberanía energética, reservas de BTC, rechazo a las CBDCs, control cognitivo con Neuralink— y eso lo vuelve funcional al mismo objetivo central: la destrucción de la arquitectura del dinero centralizado.
En 2025, Musk comenzó a alinearse indirectamente con los movimientos anti-CBDC. Nunca lanzó un ataque frontal, pero en un podcast insinuó que “el futuro del dinero debe ser libre, instantáneo y sin fricciones geopolíticas”, un guiño transparente a la lógica de las criptomonedas y su neutralidad estructural. Además, se filtró que había iniciado conversaciones con reguladores financieros para implementar sistemas avanzados de pagos digitales dentro de X, con el objetivo de transformar su plataforma en algo más que una red social: una interfaz de valor, una arquitectura transaccional paralela, capaz de operar por fuera del sistema bancario tradicional, sin fricción, sin permisos y sin fronteras
En 2025, Musk ha mantenido fricciones públicas con Trump en torno a regulaciones, decisiones políticas y financieras. Aunque no se alinea con el trumpismo político, coincide en puntos estratégicos: recelos hacia las CBDCs, defensa de la soberanía energética y tecnológica, reservas privadas de BTC, y oposición al poder coercitivo de instituciones como la FED, el BIS o el FMI. Ese mismo año, Musk comenzó a alinearse indirectamente con movimientos anti-CBDC. Nunca las atacó frontalmente, pero en un podcast con inversores de Silicon Valley, dejó una frase que resonó como un manifiesto cifrado:
“El futuro del dinero debe ser libre, instantáneo y sin fricciones geopolíticas.”
Una declaración que, sin nombrarlas, apuntaba al corazón de las criptomonedas y su lógica supranacional. Además, inició conversaciones formales con reguladores financieros estadounidenses para integrar sistemas avanzados de pagos digitales dentro de X, con el objetivo de transformar la plataforma en una red de intercambio de valor global, más allá de la función social. Musk ya no buscaba solo crear conversación: buscaba conectar identidades, datos y dinero en una sola interfaz algorítmica
Aunque Peter Thiel ha estado vinculado indirectamente a estructuras como BlackRock —por ejemplo, a través de Palantir y sus relaciones con entidades gestionadas por ese gigante financiero—, su objetivo no es preservar el orden vigente.
Aun así, sería ingenuo subestimar a Elon Musk. No es un outsider ajeno al ajedrez geopolítico: ha visto demasiado, ha oído lo que no debía, y ha comprendido que este juego no se gana con obediencia, sino con disrupción. Durante años ha desafiado las narrativas oficiales —sobre el clima, la vacunación, la inteligencia artificial o el centralismo global—. Pero ahora, tras haber accedido a las entrañas del sistema, su próximo movimiento no será solo simbólico. Esta vez, hay algo personal. Fue subestimado, tratado como una anomalía útil, un genio emocionalmente volátil al que algunos en círculos cerrados llamaban el Disrupted Chief: brillante, sí, pero impredecible. Se equivocaron. Musk no olvida. Y su contraataque no será retórico, será tectónico: marcará el inicio de una nueva era donde la política será absorbida por la tecnocracia.
Con la fundación del American Party, ha cumplido lo que prometió: no solo confronta a los globalistas y al establishment liberal, también se ha convertido en una amenaza para los mismos tecnócratas que creyeron tenerlo bajo control. Su ambición ya no es solo tecnológica: es civilizatoria. Y a diferencia de Thiel —el infiltrado quirúrgico— o Trump —el disruptor institucional—, Musk opera fuera de toda doctrina. No quiere reformar el sistema; quiere rehacer el mundo desde cero, incluso si eso implica dejar este planeta atrás. Su ideología es la entropía dirigida: dinamitar tanto el progresismo anestesiado como el conservadurismo algorítmico.
Lamentablemente, hay una dimensión que aún no alcanza a ver del todo. Defiende Bitcoin como estandarte de resistencia al sistema, pero no ha comprendido que la verdadera metamorfosis financiera ya no gira en torno a monedas que prometen pero no poseen, sino a infraestructuras transnacionales más sofisticadas: redes interledger que permiten la interoperabilidad global, la tokenización integral de activos y libros mayores como el XRP Ledger, que operan en sincronía con bancos centrales y estructuras como el BIS. Esta no es una revolución desde las periferias: es una reorganización total desde el núcleo mismo del sistema.
Musk aún no lo sabe, pero el futuro no será descentralizado como él lo imagina, sino transcentralizado: sin centros fijos, pero con arquitectura común. Aun así, eso no lo detiene. Su instinto sigue empujándolo a romper esquemas. Aunque no entienda el nuevo código, está decidido a incendiar el viejo mundo. Musk no está aquí para pedir permiso. Aunque hoy esté perdido entre sueños de Bitcoin, sus movimientos inesperados podrían desestabilizar lo que parecía ya sellado. No es un estratega, pero es un catalizador. Su impulso cambia el tablero de la tecnocracia emergente.
¿Recuerdas su ojo morado? Dijeron que fue su hijo. Días después, renunció. ¿Una pelea con Bessent? ¿Un mensaje interno? Nadie lo sabe. Tal vez conspiración. Tal vez nada. Pero en este tablero, incluso los silencios hablan.
Lo cierto es que Bitcoin no hiere al sistema; el sistema lo tolera, lo adorna, lo integra como mito funcional. Es el rebelde permitido. Si Elon realmente quiere un cambio, debe ir más allá del evangelio del oro digital. Debe reescribir la narrativa, impulsar un desarrollo tecnológico radical desde EE. UU., y entender que la verdadera amenaza no está en los bancos tradicionales, sino en el tecnototalitarismo silencioso de China, que ya ha infiltrado no solo las fábricas y las cadenas de suministro, sino también el inconsciente colectivo de la era postindustrial.
Tendrá que forjar alianzas con los nuevos criptotecnobanqueros, aquellos cypherpunks que no murieron, sino que se envejecieron como el vino: silenciosos, descentralizados, conectando libros mayores y soberanías algorítmicas sin rendir cuentas a ningún parlamento. Porque el enemigo no es solo el capital centralizado, sino la arquitectura simbólica que hace parecer moderno lo que ya fue programado hace décadas.
¿Y la India? ¿Será el nuevo laboratorio de reemplazo? Ingenieros, código, obediencia. Cultura moldeable, espiritualidad reciclada. Un terreno fértil para algoritmos sin alma.
Musk aún puede cambiar el juego, pero tendrá que abandonar sus juguetes y mirar el tablero completo.
El nombre Erebor proviene del legendarium de J.R.R. Tolkien y hace referencia a la Montaña Solitaria, un bastión ancestral de los enanos donde se resguardaban inmensas riquezas, gemas preciosas y tesoros codiciados, incluyendo el mítico Arkenstone. Erebor simboliza no solo poder y soberanía, sino también el deseo de recuperar lo perdido, de reconstruir una civilización próspera tras la caída de su guardián. En la obra de Tolkien, la reconquista de Erebor marca el retorno de una dinastía y la restauración de un linaje, aunque no sin tensiones entre la codicia, el honor y el sacrificio. En ese sentido, Erebor representa una fortaleza de valor, una reserva de propósito, y un símbolo de reconstrucción consciente frente a las ruinas del pasado. Que un banco adopte este nombre en la era post-SVB no es coincidencia: es una declaración mitopoética de intenciones.
Erebor Bank es una nueva institución financiera estadounidense impulsada por algunos de los empresarios tecnológicos más influyentes del mundo actual. Liderado por Palmer Luckey, fundador de la firma de defensa Anduril, y por Joe Lonsdale, cofundador de Palantir, el banco cuenta también con el respaldo estratégico del Founders Fund de Peter Thiel, una de las firmas de inversión más emblemáticas de Silicon Valley. Su fundación responde directamente al vacío que dejó la caída del Silicon Valley Bank (SVB) en marzo de 2023, cuyo colapso interrumpió gravemente la capacidad de financiamiento para miles de startups tecnológicas, proyectos cripto y empresas emergentes de alto riesgo, dejándolas expuestas a modelos bancarios tradicionales incapaces de adaptarse al ritmo de innovación.
Erebor ha solicitado formalmente una licencia nacional para operar como banco regulado en Estados Unidos. Se posicionará como un banco exclusivamente digital, con sede principal en Columbus, Ohio, y una oficina secundaria en Nueva York. Su estructura operativa prescinde de sucursales físicas tradicionales y apostará completamente por interfaces móviles y web para atender a sus clientes a nivel nacional e internacional. El banco está dirigido por dos co-CEOs: Jacob Hirshman, exasesor de Circle (empresa líder en stablecoins como USDC), y Owen Rapaport, CEO de Aer Compliance. Además, contará con Mike Hagedorn como presidente, un veterano del Valley National Bank. Si bien Palmer Luckey, Joe Lonsdale y Peter Thiel no ocuparán cargos ejecutivos, su participación como visionarios estratégicos y financieros marca una influencia directa sobre la narrativa y el enfoque institucional.
El objetivo de Erebor es atender a empresas e individuos involucrados en sectores de vanguardia como la inteligencia artificial, tecnologías cripto, defensa nacional y manufactura avanzada. La propuesta es simple pero radical: convertirse en el banco preferido por quienes están construyendo el futuro y, al mismo tiempo, ser la institución más regulada del mundo que facilite operaciones con stablecoins, un tipo de activo digital vinculado a monedas fiduciarias como el dólar estadounidense. Erebor planea mantener estas stablecoins directamente en su balance, lo que lo coloca en una posición singular frente a la banca tradicional, que sigue viendo con escepticismo a los activos digitales. Su misión, según documentos públicos, incluye ofrecer servicios tanto a empresas estadounidenses como a entidades extranjeras que deseen acceder al sistema bancario de EE.UU. desde modelos regulados y modernos.
En términos simbólicos y estratégicos, Erebor no sólo busca ser un banco más. Se proyecta como la nueva montaña de valor en el ecosistema financiero, reconstruida a partir de la caída de un pilar (SVB) y sostenida por actores con experiencia profunda en transformar industrias enteras. En un contexto global marcado por tensiones regulatorias, tecnologías emergentes y una transición hacia nuevas formas de valor, Erebor combina la mística de un nombre legendario con una arquitectura moderna y disruptiva. Con este movimiento, Thiel y sus aliados están anunciando que el futuro del dinero, del crédito y de la confianza no estará en las bóvedas del pasado, sino en ciudadelas digitales construidas sobre códigos, redes y monedas sintéticas conscientes del nuevo orden mundial.