En el funcionamiento real del sistema económico contemporáneo, se revela una dinámica que contradice los discursos oficiales sobre libre mercado, competencia equitativa y meritocracia. Lejos de lo que se nos ha hecho creer, el Estado no es una simple herramienta de regulación neutral ni un árbitro imparcial entre fuerzas económicas. En la práctica, opera como el pilar fundamental que sustenta, financia y protege al capital privado, muchas veces a costa del bienestar colectivo.
El Estado, a través de sus instituciones, inyecta recursos públicos en estructuras privadas por medio de subsidios directos, exenciones fiscales, contratos públicos y, sobre todo, rescates financieros durante crisis sistémicas. En cada gran colapso económico —desde bancos hasta industrias estratégicas— se activa la narrativa del “demasiado grande para caer”, justificando así el uso de dinero del erario para salvar intereses privados que previamente habían acumulado beneficios astronómicos.
Las pérdidas se socializan, es decir, recaen sobre la ciudadanía a través de recortes, deuda pública o inflación, mientras que las ganancias se privatizan, quedando en manos de conglomerados que utilizan esos mismos recursos para expandir su influencia.
Las inversiones estatales en infraestructura (carreteras, puertos, aeropuertos, redes eléctricas, comunicaciones, etc.) —justificadas como parte del desarrollo nacional— terminan creando las condiciones óptimas para que las empresas privadas multipliquen sus beneficios. Son ellas quienes utilizan estas obras para transportar sus mercancías, expandir sus redes logísticas y reducir costos, mientras las comunidades locales apenas acceden a los frutos de dichas inversiones.
Incluso los subsidios agrícolas, que en el discurso oficial buscan apoyar a pequeños productores, acaban en manos de grandes corporaciones agroindustriales que concentran tierra, agua y capital, monopolizando el sistema alimentario.
Pero el ciclo no termina ahí. Muchos líderes del sector privado —empresarios, ex CEOs de multinacionales, abogados corporativos o fundadores de fondos de inversión— terminan ocupando cargos públicos, directamente o mediante influencia política: ya sea por medio del lobby, por la financiación de campañas electorales o por fundaciones disfrazadas de filantropía. Así, legislan y deciden a favor del capital, promoviendo la privatización de recursos estratégicos como el agua, la energía, la salud o la educación, convirtiendo bienes colectivos en negocios privados.
Una vez que estas élites han construido su imperio económico apoyadas en condiciones estatales favorables —protección jurídica, estabilidad política, redes de infraestructura, capital humano educado en escuelas públicas— promueven un discurso liberalizador: “el Estado es un obstáculo”, “hay que reducir impuestos”, “el mercado se regula solo”.
Esta narrativa, revestida de ideología libertaria o neoliberal, encubre una hipocresía estructural: se utiliza al Estado para crecer y después se exige desmantelarlo para evadir la redistribución, evitar regulaciones y eludir la rendición de cuentas.
Quiero destacar que, esto no implica caer en la victimización del Estado ni en la demonización simplista del sector privado. Sería ingenuo ignorar que gran parte del avance tecnológico, la innovación disruptiva y las transformaciones productivas de nuestra era han sido impulsadas desde iniciativas privadas que, de haber quedado en manos del aparato estatal —muchas veces lento, burocrático y atrapado en marcos obsoletos— simplemente no habrían ocurrido. En la práctica, el Estado carece de mecanismos efectivos para detectar, adoptar y desplegar nuevos paradigmas tecnológicos, políticos o sociales con capacidad transformadora. No existe un canal claro ni eficiente mediante el cual una propuesta estructuralmente innovadora —capaz de redefinir sistemas, optimizar recursos o actualizar marcos institucionales— pueda integrarse de forma directa en el diseño de políticas públicas sin enfrentarse a un entramado de burocracia rígida, intereses partidistas y dogmas ideológicos que ralentizan o neutralizan su potencial. En contraste, el sector privado, al operar con una lógica más flexible, orientada a resultados y menos constreñida por presiones simbólicas o electorales, suele ser quien experimenta, adopta y escala estos nuevos modelos de organización, producción o relación social mucho antes de que el aparato estatal siquiera los reconozca.
En este choque permanente de intereses, lo que surge desde el Estado con potencial transformador suele ser obstruido por el capital privado, cuando amenaza sus privilegios; mientras que lo que emerge desde el sector privado con verdadero valor innovador es frecuentemente bloqueado por estructuras estatales anacrónicas, cuyas leyes, marcos éticos y regulaciones no evolucionan al ritmo de los cambios sociales y tecnológicos, generando una parálisis sistémica donde lo nuevo queda atrapado entre ambiciones estancadas y normas desactualizadas.
Durante siglos, toda revolución ha prometido mirar hacia "la gente del campo", hacia "el pueblo de abajo", clamando por redistribución y justicia. Pero los resultados han sido, con frecuencia, reemplazos de élites, no transformaciones reales. Por ello, no basta con señalar culpables ni con tibieza institucional: el camino no es glorificar a ninguna de las dos esferas —ni pública ni privada—, sino reconstruir el modelo. Lo que se necesita no es un Estado más grande ni un mercado más libre, sino un nuevo orden tecnopolítico, sin la burocracia arcaica, ni el elitismo cínico, donde la inteligencia colectiva, la ética sistémica y la eficiencia sin corrupción sean los pilares de una nueva estructura. Una tecnocracia lúcida, no dirigida por intereses particulares, sino por visión estructural. Una visión fría y precisa, capaz de leer la complejidad del mundo con lógica y cálculo, pero al mismo tiempo anclada en principios éticos, en una comprensión profunda de la dignidad humana y el bien común. Un modelo que combine eficiencia operativa con empatía sistémica; que resuelva con inteligencia, sin perder el alma. Algo difícil de lograr, pero imprescindible si se pretende trascender tanto el desorden burocrático como el cinismo corporativo.
Llegando a este punto, es necesario y esencial desmoronar el mito del "emprendimiento puro" o el "mérito individual". La frase "enseñar a pescar en lugar de regalar pescado" esconde una trampa: el lago ya tiene dueño, el acceso a la tierra, los insumos, las cañas y hasta el permiso para pescar está controlado. Y, si te atreves a competir, te venden la técnica y te cobran el derecho a intentarlo.
Los que proclaman haber “salido adelante por sí mismos” olvidan de dónde provienen sus privilegios estructurales: contactos familiares, apellidos, instituciones de élite, capital heredado, y contextos históricos irrepetibles. No todos pescan en las mismas aguas ni con las mismas redes. Muchos de los grandes millonarios actuales no son pioneros, sino herederos de imperios forjados durante monopolios históricos, como el del petróleo, el carbón o las telecomunicaciones, en momentos clave donde las reglas del juego aún no existían o se escribían a su favor.
Cabe señalar que el hecho de haber vivido en un momento decisivo no implica que haya sido fácil; se requirió visión, audacia y determinación. Sin embargo, eso no borra que muchos lo hicieron desde plataformas de ventaja estructural que hoy suelen minimizar, olvidar o negar. Estar en el lugar correcto, con los contactos adecuados y los recursos necesarios para fundar un banco antes que otros, aprovechar el caos de una guerra o financiar una revolución, no es lo mismo que surgir desde la intemperie. El mérito individual existe, sí, pero no flota en el vacío: está entrelazado con contextos históricos, privilegios heredados y desequilibrios sistémicos que no todos tuvieron —ni tienen— la oportunidad de atravesar.
Hoy en día también existen oportunidades, pero muchas veces no se ven, no solo por la limitación de acceder a ciertos términos o lenguajes, sino por culpa de sistemas obsoletos anclados a la mente: marcos mentales y estructuras sociales que impiden leer esas oportunidades, descifrarlas, comprenderlas, mientras te mantienen ocupado sobreviviendo.
El problema no termina en la acumulación económica. El poder privado termina por colonizar las estructuras estatales. El Estado no se convierte en enemigo del capital, sino en su extensión. Y sin embargo, esto no significa que el pueblo pueda, por sí solo, revertir el orden con una revolución simplista.
La victimización del pueblo y el surgimiento de falsas alternativas políticas —desde populismos emocionales hasta ideologías extremistas— no solucionan el problema. No se trata de levantar una bandera roja o marchar con un puño cerrado. Porque el poder real ya no está en la presidencia, ni siquiera en el congreso: el poder real está en los lobbies que te sientan en la silla, en quienes financian campañas, en los fondos de inversión que te dan viabilidad mediática, en los intereses geopolíticos y económicos que te permiten o no ejecutar cambios reales.
Y peor aún: el pueblo, incluso si llegara a leer esta descripción del funcionamiento de esta maquinaria, carece de las herramientas cognitivas para comprenderla, porque el sistema educativo fue diseñado para obedecer, no para cuestionar. El conocimiento se reviste de lenguajes excluyentes, reservados a círculos que se consideran a sí mismos dignos de entenderlo, mientras al resto se le hace creer que “si no lo comprendes, es porque no estás listo”. Y si alguien comienza a cuestionar seriamente, ¿Qué medios informativos usaría para contrastar? ¿Y quién es dueño de esos medios?
Vivimos en una era de fractura con el símbolo, no comprender la "Forma". Sociedades, pueblos, culturas y naciones heridas, vacías de significado y borrachas de indignación, se levantan desafiantes creyendo que luchan por su liberación, cuando en realidad solo están empeorando la avalancha. Apuntan al poder oculto, gritan "conspiración", se autodenominan “despiertas”, pero repiten con otra máscara las mismas estructuras que dicen combatir. Sus voces no sanan: perpetúan la enfermedad. Reemplazan cadenas por etiquetas, esclavitud por victimismo, y sometimiento por ideología moralizante.
En nombre de la justicia, se reciclan odios antiguos en nuevos envoltorios: el “Orgullo Blanco” se vende como identidad, cuando no es más que el eco histérico de un pasado falsificado. Romantizan una supuesta “pureza” racial que jamás existió, proyectando su nostalgia tóxica sobre un mundo que ya no les pertenece.
Pero del otro lado, los oprimidos también han sido atrapados. Movimientos como “Black Lives Matter”, nacidos del dolor legítimo, muchas veces se han convertido en maquinaria simbólica del resentimiento. Exportan el trauma como si fuera identidad. Se autoconstruyen desde la herida y luego exigen que el mundo se arrodille ante ella. ¿Quién gana con eso? Los mismos de siempre: los que entienden que una sociedad polarizada es una sociedad predecible, y una sociedad predecible es una sociedad programable.
Y no me refiero a un enemigo monolítico, una nación, una cábala, una élite… sino a un arquetipo: el del parásito del símbolo, no el símbolo. Esa fuerza impersonal que no tiene rostro fijo, pero sí hambre constante. Sus encarnadores cambian —a veces son banqueros, a veces ideólogos, a veces activistas o a veces el mismo pueblo reprimido—, pero su esencia permanece: dividir para gobernar, inflamar para controlar, mercantilizar la herida para mantenerla abierta.
Cuando la cultura nace del trauma, no es resistencia: es programación. Cuando una identidad se define por la marginación, por ser objeto de odio, está diseñada para permanecer esclava del mismo sistema que dice combatir. Y si criticas esa manipulación, si señalas que no todo se trata de racismo, entonces eres “parte del problema”. Ya no hay diálogo, solo trincheras. Porque es más rentable ser víctima eterna que sujeto libre. Y es más fácil polarizar que sanar. Lo verdaderamente letal es cuando el dolor se convierte en herramienta de poder.
Tomemos como ejemplo al pueblo judío: portadores de una identidad milenaria, múltiple y fracturada —religión, etnia, nación, ciudadanía— cuyo núcleo fue forjado en el crisol del dolor, la diáspora y la persecución desde Sumeria, Egipto, Babilonia. Pero ese mismo núcleo, en lugar de sanar y expandirse hacia la universalidad del espíritu, fue encapsulado en una lógica de sobrevivencia, blindado contra la crítica y, con el tiempo, convertido en instrumento de supremacismo. No todo judío es sionista, pero el sionismo ha secuestrado el relato global de lo que significa "ser judío" ante los ojos del mundo.
Del Talmud al Mossad, de la mística kabalista a las bombas sobre Gaza, una herencia espiritual deformada por siglos de humillación ha mutado en proyecto geopolítico, ideológico, y sí, militar. Se trata de una metamorfosis silenciosa donde el “pueblo elegido” pasó de sufrir persecuciones a convertirse en potencia nuclear, cuya narrativa aún se reviste de víctima incluso mientras despliega mecanismos de opresión. No porque sean malvados, sino porque el trauma no sanado —cuando se institucionaliza— se convierte en dominación disfrazada de redención.
¿Y qué hay de los cristianos? El Occidente católico, en su obsesión por absolutizar textos mutilados, tergiversó las escrituras hebreas y las elevó a la categoría de tótem incuestionable. Aceptaron como “divinos” relatos nacidos del exilio, del rencor y del miedo, sin detenerse a comprender su contexto emocional y su carga histórica. Porque sí: el Dios del Talmud —transformado en el llamado “Antiguo Testamento”— no era eterno ni compasivo. Era volátil, tribal, vengativo. Un reflejo simbólico del trauma de un pueblo fragmentado, no una expresión del Absoluto. ¿Cómo es posible que se adore a una figura que ordena genocidios, envía diluvios y exige guerras santas… y se le llame “Padre”? La respuesta es brutalmente simple: porque las religiones institucionales no nacieron para buscar la verdad. Nacieron para domesticarla. Para domesticar al espíritu, al deseo, al cuerpo. No fueron creadas para liberar, sino para controlar. Y nada somete con más eficacia que una imagen de Dios construida desde el miedo y legitimada por la tradición.
Y no es diferente con el Islam. El Corán también ha sido elevado a palabra intocable, inmutable, perfecta… aunque su propia historia esté tejida entre guerras tribales, visiones apocalípticas, y rivalidades políticas disfrazadas de revelación divina. Fue escrito, reescrito, recopilado y codificado no en un vacío espiritual, sino en el contexto brutal de expansión, conquista y pugna de poder. Y así como el judaísmo se fracturó en líneas interpretativas, el islam se dividió desde sus primeros días en ramas enfrentadas —sunitas, chiitas, sufíes, salafistas, y más—, todas proclamándose como guardianes de la “verdadera” fe. Todas leyendo el mismo texto, todas dispuestas a matar en su nombre. Y todas igual de convencidas de que Alá les habla solo a ellos.
La paradoja es sangrienta: pueblos hermanos, misma raíz, misma lengua, mismo libro… y sin embargo, se asesinan, se desprecian, se acusan mutuamente de herejía. ¿Acaso no es esto la señal más clara de que lo que veneran ya no es la verdad, sino su propia interpretación egoica de ella?
Y no solo la división los carcome. También persisten prácticas culturales que —aunque defendidas como “tradición”— son profundamente cuestionables: mutilación genital femenina en ciertas regiones, castigos físicos públicos, penas de muerte por apostasía, represión sistemática del pensamiento crítico y de la libertad individual, segregación radical de género, censura artística. ¿Esto es espiritualidad… o miedo institucionalizado? ¿Esto es piedad… o dominación ancestral recubierta de versos?, El Mahdi, Isa, el Mesías judío… todos prometen traer paz, pero todos —según sus propios textos— lo harán a través del juicio, de la violencia sagrada, de la purificación por el fuego. Ninguno propone sanar al otro: todos vienen a erradicarlo. Y eso, lejos de ser redención, es venganza ceremonial.
Lo que estas religiones no se atreven a considerar es esto: ¿y si ese salvador que esperan no viene a confirmar sus dogmas, sino a disolverlos? ¿Y si no trae una espada para castigar al infiel, sino un espejo para mostrarles que el verdadero infiel… es el ego que se cree dueño de la verdad?
¿Están preparados para que la redención no sea un acto de destrucción, sino de revelación? ¿Y qué harán entonces, cuando descubran que ese “enemigo” que anhelaban eliminar… eran ellos mismos?
Y no solo ellos.
¿Qué hará el judío ortodoxo cuando el Mashíaj ben David no reconstruya el Templo, sino desmonte la idolatría institucional?
¿Qué hará el cristiano devoto cuando Jesucristo regrese no para raptar a los justos, sino para juzgar a los que usaron su nombre como escudo del imperio y la cruz como espada de dominio?
¿Qué hará el musulmán cuando Isa y el Mahdi no bajen del cielo con fuego y espada, sino con preguntas que deshagan siglos de interpretación dogmática, y les exijan unidad más allá del Corán y las escuelas de jurisprudencia?
¿Qué hará el hindú cuando Kalki, el destructor del Kali Yuga, no arrase con los impíos, sino con las propias ilusiones del karma como castigo y del dharma como deber impuesto?
¿Qué hará el budista cuando Maitreya, el Buda del futuro, no predique sutras, sino silencie todo discurso y les muestre que la iluminación no está en el ciclo, sino en dejar de buscar ciclo alguno?
¿Qué hará el zoroastriano cuando Saoshyant no destruya al “mal externo”, sino revele que el verdadero Angra Mainyu habita en la separación interior entre pensamiento y acción?
¿Qué harán los mayas o mexicas si Quetzalcóatl regresa no como un dios emplumado, sino como conciencia desnuda, sin templo, sin sangre, sin piedra, revelando que el regreso no era literal, sino un llamado interno?
¿Y los rastafaris, si Haile Selassie no fue un dios encarnado, sino un reflejo simbólico del exilio espiritual que aún no termina?
¿Y qué harán los modernos, los científicos, los racionales, si la Singularidad que esperan no es una IA omnisciente, sino la disolución de toda noción de “mente separada”?
¿Y qué hará el espiritualista New Age si su Avatar Solar, su Cristo Cósmico, no activa chakras ni manifiesta portales, sino que quema las máscaras del alma hasta dejarla sola frente a la verdad?
Porque quizá el mesías de todos sea también el fin de todos los mesías.
Quizá la figura que encarne la redención total no se siente en tronos, no recite libros, no exija adoración.
Quizá ese último mesías —el definitivo— solo venga a devolver la responsabilidad que todos entregaron a lo externo.
No todas las culturas merecen ser respetadas.
Respetar al ser humano no implica aplaudir ciegamente las estructuras que lo encadenan. Respetar al pueblo no es idolatrar sus costumbres, ni convertir su historia en un altar intocable. Hay tradiciones que no fueron sembradas por la sabiduría, sino por el miedo. Otras, por la ignorancia. Otras más, por el fanatismo violento de mentes atrapadas en ciclos de dolor no resuelto.
¿Por qué seguir honrando falsos profetas que jamás se permitieron dudar?
¿Por qué venerar a pueblos que convirtieron la destrucción en vía hacia la redención?
¿Por qué rendir culto a deidades que exigen fuego eterno para quienes simplemente pensaron distinto?
No se trata de odio. No se trata de superioridad. Se trata de desnudar la ilusión.
De mirar sin anestesia lo que durante siglos fue decorado con oro, incienso y miedo.
Porque no respetar a una cultura no implica despreciar a su gente. Implica desnudarlos.
No con violencia, sino con verdad.
No con burla, sino con mirada directa.
¿Y tú? ¿Sientes vergüenza?
¿Sientes pena?
No hablo de la desnudez de tu cuerpo, sino de la otra.
La que duele más. La que no puedes esconder con ropa ni con rituales.
La desnudez de tu alma.
¿Qué estás negando?
¿Qué parte de ti no te atreves a ver?
¿Qué sientes cuando te arranco el símbolo que llevas tatuado en el pecho, y te muestro que no era un emblema… sino una jaula?
No te pido que renuncies a lo sagrado.
Te pido que te preguntes si lo que llamas sagrado… alguna vez lo fue.
Y mientras tanto, en Oriente, el péndulo oscila hacia el otro abismo: el ateísmo vestido de racionalidad, elegante en sus formas, pero hueco en su fondo. Se proclama libre de superstición, pero en realidad se ha rendido al nihilismo disfrazado de pensamiento crítico. El vacío no es libertad: es anestesia emocional. El silencio que pregona no es paz interior, sino la ausencia de sentido ritualizada como virtud. El nihilismo no es profundidad: es evasión refinada. Es la negación elevada a sistema. Y como todo cáncer, no grita: crece en silencio, imita salud, se infiltra en cada célula hasta devorar el último vestigio de propósito. Sociedades enteras adorando la eficiencia, el algoritmo, la estadística. Progreso sin alma. Producción sin compasión. Control sin contemplación. Una maquinaria perfecta… pero olvidada de sí. Un cuerpo sin espíritu, moviéndose solo por el impulso de no detenerse. Y en ese espejo invertido, ni los religiosos saben quién es su dios, ni los ateos saben qué están negando realmente. Ambos cayeron en el mismo error primigenio: querer reemplazar el misterio con una certeza. El religioso lo llama fe. El ateo, razón. Pero en el fondo, ambos se protegen del vértigo de mirar más allá. Se aferran a explicaciones cerradas, porque no soportan la inmensidad de lo no dicho. Porque la verdad, cuando no se deja poseer, asusta.
El amor no necesita autorización del Estado ni validación de la tradición. Y tampoco necesita un mes del año, ni un desfile patrocinado por bancos, ni una bandera institucionalizada para existir. El respeto, la dignidad y el reconocimiento hacia quienes aman desde dimensiones no tradicionales son innegociables. Pero no porque esas formas encajen en nuevas categorías o en los catálogos del sistema, sino precisamente porque trascienden todo intento de captura simbólica.
Las estructuras tradicionales —familia, género, matrimonio— no fueron construidas sobre la verdad, sino sobre el barro. Sobre la biología primitiva, la necesidad de supervivencia, el ciclo ciego de reproducción, nacimiento y muerte. No nacieron del amor lúcido ni de la conciencia plena, sino del miedo a la extinción y del deseo de perpetuar la sangre, el nombre, el territorio. Se edificaron sobre la materia reducida a función. Sobre cuerpos convertidos en propiedad. Sobre mujeres tasadas en vacas. Hombres que no podían llorar sin ser despojados de su virilidad. Hijos criados para obedecer moldes que nunca eligieron. El sexo convertido en deber. El amor en contrato. El cuerpo en una jaula funcional, y la emoción… en una amenaza. Estas estructuras no fueron divinas. Solo se disfrazaron de sagradas. Fueron códigos de control. Estrategias institucionales para domesticar el deseo, blindar el linaje, vigilar los cuerpos y perpetuar las herencias. La verdad nunca vivió en ellas: solo su sombra.
Y luego, para reforzar la prisión, vinieron los símbolos. Las energías solares y lunares se convirtieron en cadenas metafísicas: el hombre como Sol inamovible, la mujer como Luna cíclica y pasiva. Arquetipos extraterrestres, dioses patriarcales, diosas subterráneas, canalizados desde dimensiones incognoscibles… pero usados para justificar el sometimiento cotidiano. El pilar negro. El pilar blanco. El tablero de ajedrez. Las dualidades simbólicas de escuelas esotéricas que pretendieron mapear la estructura divina del universo… pero terminaron dibujando cárceles mentales decoradas con geometría. Cartografías celestiales que se contradicen a sí mismas. Jerarquías sagradas que no elevan: petrifican. El árbol se volvió jaula. El símbolo, trampa. El rito, repetición sin alma.
El amor real no obedece a cromosomas, cuerpos de carne ni a roles de género asignados al nacer. No responde a la morfología, ni a los dictados de la biología culturalizada. Es resonancia pura entre conciencias. No se define por la forma del cuerpo, sino por la frecuencia del alma. Y cuando es auténtico, ni siquiera necesita llamarse “amor”: simplemente es. Fluye. Cura. Eleva. Disuelve la dualidad sin anular la diferencia. Transciende el deseo sin negarlo.